sábado, 29 de abril de 2017

Me sentía solo y ellos se burlaban

Sus padres reconocen que fue una época muy dura, sin implicación por parte del colegio, que empezó a cambiar solo tras su denuncia en Inspección

Oier tiene 14 años y durante seis fue víctima de un acoso escolar que logró superar gracias al Aikido

«Me sentía solo y se burlaban»

«Era el blanco fácil y resultaba angustioso». Son las palabras de una madre donostiarra que durante seis largos años ha visto a su hijo regresar del colegio llorando, rehuir las excursiones, las celebraciones y fiestas de cumpleaños con los compañeros de clase, sentirse solo y confesarlo con voz debilitada por no tener a nadie con quien compartir una etapa en la que el juego en grupo es una de las principales fuentes de riqueza, imaginación y creatividad. Oier cumplirá 15 años en unos meses y ya ve con cierta lejanía aquellos años en los que sufrió acoso escolar.

Con su kimono bien puesto, espera a entrar en el tatami para una nueva clase de Aikido, arte marcial que practica desde hace cinco años y que ha sido el impulso que le hacía falta para plantar cara al problema. Pero no a través de la fuerza para abatir físicamente al contrario, sino valiéndose del control mental y de la seguridad que también se ejercitan. «Ahora ya no soy como antes», dice orgulloso.

Este joven donostiarra desde bien pequeño cumplía con el estereotipo de alumno brillante, todo sobresalientes e incapaz de generar cualquier problema. Pero su marcada introversión y timidez, unidas a la manera en la que le afectaban las burlas, le llevaron a ser la diana de otro perfil de alumno estereotipado, el de los matones de clase. Las primeras alertas llegaron a casa de sus padres cuando empezó Infantil. Los profesores les indicaban que el niño debía aprender a defenderse, pero con cuatro años tampoco parecía una cuestión como para preocuparse en exceso.

La situación se tornó más gravé cuando empezó a cursar Primaria. Su testimonio al regresar del colegio y su rechazo cada mañana para ir a clase empezó a alarmar a sus padres. «Al principio pensaba que no era para tanto, que serían cosas de niños, con algún insulto puntual que nunca gusta, pero nada más. En un momento, empezó a convertirse en algo diario y ahí nos preocupamos y mucho», apunta la madre del joven que hace hincapié en que estos episodios de acoso se producían «siempre por parte de los mismos».

Oier recuerda que los de su clase le apartaban del grupo, «intentaba jugar con ellos y no me dejaban». En otra ocasión, en un partido de fútbol, «me iban a pasar el balón y otro chico dijo: '¡No, a él no!». Esos gestos de vacío repetidos a diario hacían mella y su reacción funcionaba como un imán para sus compañeros, que cuanto más le veían llorar y gritar mayor atracción tenían por continuar con el acoso.

Insultos, golpes y burlas

El peor año llegó en 4º de Primaria, cuando el niño tenía 9 años. Sus padres llegaron incluso a proponerle un cambio de colegio, pero Oier se negó en rotundo. Su timidez le hacía ver en el hecho de tener que enfrentarse a una clase llena de desconocidos un problema mayor que el soportar las burlas y los insultos.

El atosigamiento era continuo. «Le pegaban. No eran grandes palizas, pero le pegaban y en alguna ocasión le agarraron del cuello». Aunque lo que realmente le dolía a este chico era el vacío y los insultos. Soportar las burlas diarias, los gritos de «nenaza», «puto marica», las patadas en la mochila y los empujones disimulados. Soportar estas vejaciones le resultaba cada día más difícil de sobrellevar. Y eso agudizaba la impotencia de sus padres. «Siempre se ha sentido muy solo y escucharle a tu hijo decir angustiado '¡con quién quieres que vaya si no tengo amigos. Todos me ignoran!' es muy doloroso».

Poco antes de cumplir los diez años empezó a acudir a una psicóloga, quien le recomendó la práctica de algún arte marcial como Taichi o Aikido, porque le serviría además para relacionarse con otros niños. Oier escogió la segunda disciplina, pero naturalmente los resultados no llegaron ipso facto.

Durante los recreos, se repetían los mismos patrones. El joven se aislaba y optaba por quedarse solo en alguna zona del patio para estar tranquilo. Pero aunque sus padres en más de una ocasión suplicaran a sus acosadores que dejaran tranquilo al niño, en cuanto estos veían que estaba en una esquina solo «iban a por él». En el autobús, «esperaban a que Oier se sentara para coger asiento justo detrás de él e iban todo el camino desabrochándole el cinturón, dándole golpes en la cabeza, insultándole... Todos los días igual».

Las conversaciones con el profesorado y la dirección del centro escolar parecían no servir de mucho. «La directora nos llegó a decir que nuestro hijo era demasiado responsable, maduro y correcto. Se escudaban en que los otros chavales no actuaban de mala fe y que, en parte, se burlaban de Oier por la actitud que él tenía», recuerda Raquel, que sigue sin dar crédito de aquellas palabras.

Denuncia en Inspección

La gota que colmó el vaso fue un día que regresó de la piscina. «El chaval vino llorando. Le quitaron toda su ropa del vestuario, le acorralaron, insultaron y no le dejaban salir. Llegó a casa tan angustiado, sollozando de tal forma que no podíamos dejar que la situación continuara de esa manera». Fue entonces cuando optaron por recurrir al Departamento vasco de Inspección. La directora les reprochó haber llegado hasta ese punto, pero era la única salida que veían, «porque los profesores sabían perfectamente cómo se sentía el niño y no hacían nada», apunta la madre.

En adelante, el acoso siguió pero de forma más puntual. El profesorado «estaba más pendiente», pero lo que realmente le impresionó a los padres del joven es que «en tres años el colegio no hubiera sido capaz de comunicar nada a los padres de los niños que estaban acosando a Oier», denuncia Raquel.

Fueron pasando los años y aunque los acosos se repetían, cada vez eran menos intensos. Con el paso a Secundaria, la situación se normalizó, pese al temor inicial de sus padres. «Ahora tengo mis amigos y no me tomo las cosas como antes», indica Oier. El joven fue aprendiendo a obviar los insultos, a no ofenderse con las burlas y ganó seguridad. «Eso me lo ha dado el Aikido», apunta.

Su profesor en el centro Kimisubi, Iñaki Fernández, explica que esta disciplina «no consiste en pegar al adversario, sino en aprovechar la inercia, esa fuerza que llega cuando alguien te ataca y redireccionarla, es decir, desviar el golpe para que esa explosión no se produzca».

Fue precisamente esta filosofía la que le llamó la atención a Oier. «Cuando se burlaban de mí o me insultaban me ofendía muchísimo, pero el Aikido me ha dado seguridad y me ha enseñado a que si me atacan, se burlan de mí y no me molesto, a ellos les fastidia más y acaban por aburrirse. Y dio resultado», dice con una sonrisa. Reconoce que le costó darse cuenta de que no debía alterarse ante las burlas, que debía aprender a relativizar y adoptar una actitud más pausada. «He conseguido cambiar, ahora tengo mis amigos y me siento mucho mejor», afirma.

Estrella Vallejo

David Vallejo

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David Vallejo (Budokan Sevilla Dojo) www.budokansevilla.com