Deporte olímpico en 2021, el karate se ha transformado tanto que algunos maestros ni lo reconocen. La vertiente deportiva se ha comido a la tradicional. España tiene mucho que decir en esta disciplina
Llegó tarde, pero llegó. Desde que accedió a la presidencia de la Federación Mundial de Karate en 1998, Antonio Espinós supo que el camino al olimpo sería largo. Por su historia, por sus valores, personajes y número de practicantes en todo el planeta (algunas estimaciones, lo sitúan como el arte marcial más popular), resulta difícil entender por qué al karate se le negó durante años la oportunidad de competir en los Juegos Olímpicos. Ha tenido que esperar hasta Tokio 2021 (el COI no ha asegurado su continuidad después), tras años de lucha, cuando al fin ha sido posible. “Es ahora cuando el Gobierno japonés lo está apoyando seriamente, hace no tanto lo entendían como una disciplina ligada a la ultraderecha por su pasado militar”, afirma Salvador Herráiz, gran maestro español (8º Dan) y una de las voces mejor documentadas en la materia, pues es autor de numerosos artículos y libros.
El reciente empuje del país nipón, que vio nacer y crecer al karate desde Okinawa hasta Occidente, junto con los cambios reglamentarios que se han ido aplicando para dotarlo de mayor espectacularidad y seguridad, hizo posible el sueño. Hoy, el karate vive su mejor momento mediático, pero no todo son luces. En busca del ansiado reconocimiento, el karate también ha perdido. Esencia, sabor, tradiciones… Aquel mundo interior de equilibrio y armonía espiritual ha mutado hasta lo irreconocible. “A medida que hemos ido avanzando en el aspecto deportivo, hemos abandonado el resto de cosas. El karate va mucho más allá del deporte, es una forma de pensar y vivir”, dice Herráiz. Aunque algunos se extrañen, España es un trozo de historia importante en el desarrollo del karate. En los últimos 20 años, las principales decisiones sobre su devenir han salido de Madrid, aunque no siempre fue así.
LOS PRIMEROS MAESTROS
Hoy por hoy convertida en primerísima potencia tras Japón y Francia (somos terceros en el medallero mundial), en España el karate estuvo prohibido hasta prácticamente 1970. Nuestro país vivía bajo el yugo de una dictadura poco aperturista y cualquier cosa que llegaba desde el exterior generaba desconfianza en el régimen. En ese contexto, donde el peso de las costumbres y tradiciones cristianas conformaba la base ideológica del gobierno de Franco, no había espacio para una disciplina budista. Pronto se catalogó como arte marcial cruel y violenta, desaconsejándose su práctica. Sin embargo, en una sociedad cansada de prohibiciones y necesitada de experiencias nuevas, el karate iba ganando terreno. Lo hacía gracias a las películas del afamado Bruce Lee, ídolo para muchos jóvenes que fantaseaban con hacer sus famosos giros y patadas, y en silencio, en gimnasios de judo, un arte que en cambio el franquismo sí toleró al considerarlo una opción real para la defensa personal. “Política pura”, advierte Herráiz.
En aquellos años, finales de los sesenta, España comenzó a recibir a los primeros maestros japoneses. Llegaban principalmente de Europa, donde el karate ya era respetado y admirado por la espectacularidad de sus exhibiciones, y lo hacían llamados por el buen tiempo, la gastronomía y las oportunidades de negocio. Muy pocos pensaban continuar con sus clases. De hecho, al principio pasaron dificultades por la enorme barrera lingüística y la escasa demanda, pero el espíritu revolucionario que ya se mascaba en las calles españolas sorprendió hasta a los más incrédulos.
Yosuke Yamashita llegó en 1970 desde Düsseldorf (Alemania). Le dijo a su padre que solo estaría dos años, pero se quedó. Enamorado de la amabilidad y cercanía de los españoles, fundó su propio ‘dojo’ (gimnasio) e hizo historia: ahora es una de las máximas autoridades del karate mundial, pues ostenta el rango más alto al que se puede aspirar (10º Dan de cinturón negro), es asesor de la Federación Española, delegado en Europa del estilo Goju Ryu y durante 25 años también embajador de la Comunidad Japonesa en Madrid. Le llaman ‘pionero’, ‘samurái’ y ‘maestro de maestros’, pero no presume. La humildad va por delante. “Karate enseña eso”, matiza con su particular forma de hablar, exenta de artículos gramaticales. No le falta razón, el karate está basado en las normas del ‘Dojokun’, su código ético, que obliga al karateka a desprenderse de egos para en un futuro “no tener que demostrarse nada a uno mismo”.
JUAN CARLOS I, CLAVE
Yamashita cimentó su enseñanza en valores marciales como la respiración, la disciplina y el control de la agresividad. Impartió cursos y exhibiciones por todo el país y cautivó a miles de personas. “¡Bravo, bravo! Por favor, fírmanos un autógrafo”, cuenta que le insistían muchos de los presentes. Entre sus admiradores destacaba el por aquel entonces príncipe Juan Carlos, a la postre discípulo (y Rey), que era un enamorado de su doctrina. “Muy bueno. Pagó bien. No problema de dinero”, comenta entre risas. Según Herráiz, la serenidad y paz interior que evocaban los karatekas de antaño fueron las claves del creciente interés social: “Las patadas fueron lo de menos, el karate era técnicamente muy básico, pero tenía un espíritu muy fuerte. La gente quería aprender de las costumbres y comportamientos de los maestros”.
Fue entonces, cuando practicarlo se convirtió en sinónimo de justicia, respeto y honor; que fue libre. El Gobierno levantó poco a poco el veto y el karate ganó su primer ‘ippon’ al miedo. La valentía del príncipe Juan Carlos también fue clave. Que el futuro jefe del estado estudiara su filosofía y técnica ayudó a cambiar la mentalidad de muchos conservadores. Este hecho se consumó en 1970 con la celebración de los primeros Campeonatos de España en Madrid, dentro del polideportivo del antiguo Instituto Nacional de Educación Física.
Hasta allí se desplazó el príncipe, quien presidió el evento, pero también un amplio abanico de representantes políticos como el ministro de Educación y Ciencia, Villar Palasí o el delegado nacional de Deportes, Antonio Samaranch (luego presidente del COI entre 1980 y 2001). “Fue un acontecimiento, el público abarrotó el estadio”, recuerda con añoranza Herráiz, que era un niño. “Su Majestad fue importante, sin él no se habrían organizado jamás esos campeonatos”, añade. La imagen de Antonio Oliva, el primer campeón español (9ª Dan en la actualidad), levantando el trofeo tras recibir la enhorabuena de las autoridades ocupa un lugar privilegiado en la memoria de todos.
El fervor por el karate era ya una realidad y su atractivo empezó a preocupar a los dirigentes de judo, que lo vieron como una amenaza. Hasta entonces el karate se practicaba en sus gimnasios, bajo su cobijo y protección. Que ganara adeptos y reclamara su independencia federativa hacían peligrar cuantiosas subvenciones públicas, algo a lo que sus directivos no estaban dispuestos a renunciar. Sin embargo, y tras varias “trabas” —algunas de ellas llevaron a protagonizar la conocida ‘sentada’ de karatekas en el polideportivo de Magariños— en 1978 se creó la Real Federación Española de Karate (RFEK) con 65.000 afiliados y Celestino Fernández como primer presidente.
Pese a las penurias económicas del inicio, pues el Consejo Superior de Deportes (CSD) destinó un montante muy escaso los primeros años, la nueva andadura no pudo comenzar mejor con la designación de Madrid como sede de los Campeonatos del Mundo de 1980, los primeros que acogería España. “La noticia fue muy bien recibida, pero a partir de aquí el karate empezó a perder romanticismo”, lamenta Herráiz. Tal fue el éxito en esos mundiales —la selección consiguió nueve medallas (tres oros, una plata y cinco bronces)— que la federación descubrió un filón deportivo jugoso para mejorar sus presupuestos.
El karate se desligó del judo en 1978 tras varias trabas y la popular ‘sentada’ en el Margariños
Así pues, aquella corriente de espíritu limpio que había prendado a los españoles durante el franquismo y que luchó contra su censura, se fue disipando por intereses de capital. Más tarde, en 1984, con la llegada a la presidencia de la RFEK de Antonio Espinós, el cambio de rumbo se hizo todavía más evidente, transformándose en una actividad deportiva. “Esto dividió a los karatekas y surgieron los primeros disidentes”, asegura Herráiz. Efectivamente, aparecieron organizaciones como SUSKA (Spanish United States Karate Association) o EPKA (European Karate Association), que hicieron la guerra por su cuenta. “No renegamos de la competición porque participamos de ella, pero en su justa medida”, puntualiza el sensei.
En los años sucesivos, España siguió aumentando su importancia internacional. Los éxitos de José Manuel Egea (tres veces seguidas campeón del mundo en combate) llamaron la atención de los medios de comunicación, que dedicaron espacio y tiempo para hablar del karate. Sin embargo, se acentuaron las discrepancias entre las diferentes posturas de entender su crecimiento. Algunas decisiones no fueron bien acogidas. “Se empezaron a puntuar más las patadas que los puñetazos, sobre todo si eran altas, por cuestiones estéticas. El karate siempre ha tenido más predominio de mano”, se queja Herráiz. La apuesta por la estética es uno de los asuntos que más preocupa a los defensores del karate tradicional. Con el fin de hacer la competición más vistosa para el espectador, se cambió la reglamentación para primar las figuras grandes, las piernas bien abiertas, la cadera baja y hasta se introdujeron cambios de ritmo nunca empleados con anterioridad.
Si a lo largo de su historia el karate se había mostrado como una disciplina de «extraña elegancia», pero, sobre todo, eficaz en cada uno de sus movimientos; desde ese momento su eficacia innata dejó paso a un nuevo patrón: la belleza de sus formas. “El triunfo de la superficialidad”, zanja Herráiz. Algunas técnicas de combate también dejaron de emplearse, es el caso de codos y rodillas. Las torsiones y proyecciones, que llevaban años apartadas de los torneos oficiales por su peligrosidad, ya ni se entrenaban. “Como algunas técnicas no se podían utilizar en competición, los entrenadores se olvidaron por completo de ellas”, explica descorazonado el guadalajareño.
No menos polémica levantó en los noventa el nuevo reparto de ‘danes’ (nivel que define las diferentes etapas de progreso de un karateka una vez alcanzado el cinturón negro, normalmente van del 1 al 10). Herráiz y Yamashita recuerdan que la federación empezó a otorgarlos por méritos deportivos, para honrar a deportistas que habían conseguido medallas para España. En cambio, los danes siempre habían sido una distinción propia de las organizaciones tradicionales, que se basaban en los valores del aspirante, su comportamiento, situación, conocimiento, tiempo de práctica y técnica específica para entregarlos. Cuenta el autor que, de repente, karatekas con menos recorrido y preparación tenían más ‘danes’ que otros que llevaban años ejerciendo la actividad: “Cuando ves ciertas cosas es lógico pensar que se ha sido injusto con mucha gente”. Los maestros japoneses perdieron gran parte de su influencia en la federación e incluso algunos fueron apartados.
EL SALTO DEFINITIVO DEL KARATE ESPAÑOL
En 1998, España escaló el peldaño definitivo (políticamente hablando) en el mundo del karate. Antonio Espinós abandonó la presidencia de la RFEK para ostentar la de la Federación Mundial de Karate (WKF, sus siglas en inglés), que trasladó su sede a Madrid. Su objetivo: convertir la disciplina en deporte olímpico. Solo un año después ya había conseguido que el COI reconociera el karate en su seno. “Los que cambiaron las normas a lo largo del tiempo sabían muy bien por qué lo hacían. En la cabeza de Antonio siempre estuvieron muy presentes los Juegos”, remarca Herráiz. En esta época se abordaron nuevos cambios para mejorar la seguridad y hacer más espectacular la disciplina.
En combate (o ‘kumite’) se introdujeron las guantillas, protectores de pie y bucales; y se continuó con las modificaciones de puntuación para premiar aún más el juego de piernas, los barridos y el mayor número de golpes. “Las protecciones las entiendo para salvaguardar la integridad de los participantes, es normal, aunque en el karate tradicional peleamos sin todo eso, pero con control”, advierte Herráiz. Misma opinión comparte Yamahista: “Familias preocupadas. Antes había más ambulancia”. Sin embargo, discrepan del sistema de puntuación: “Se vuelve más frenético, se gana en agresividad. Antes bastaba con pocos golpes, se estudiaba más como proceder al contacto. Ahora se dan leches sin parar. El karate es el arte de la defensa y de repente lo convirtieron en uno de ataque”, reconoce el maestro español.
Tras los intentos frustrados de Londres 2012 y Rio 2016, la federación internacional puso en marcha la campaña ‘K Is On The Way’ (El karate está en camino) para recabar apoyos y convencer al COI de la idoneidad de la disciplina como deporte olímpico. A ella se le sumaron voces no del todo conformes con el olimpismo, pero que entendían de la necesidad de que el karate participara de él; y también Japón que tras décadas de ninguneo comenzó a ejercer presión para que se admitiese. La buena nueva llegó ese 3 de agosto de 2016 desde Brasil. “Espinós ha sido el principal artificie de todo esto, apoyado en todo momento por la federación española. Ha hecho lo que tenía que hacer para conseguirlo, aunque algunos no estemos de acuerdo en las maneras y formas. Ha trabajado incansablemente”, se sincera Herráiz.
La llama olímpica y el fuerte impacto mediático que ello ha generado tienen en vilo a los defensores del karate tradicional, que temen que se corrompa más su técnica y espíritu. Aseguran que la cultura olímpica bebe de unos ideales que son papel mojado, pues no se llevan a la práctica en pleno siglo XXI. La realidad es que, ciertamente, la alta competición devora unos presupuestos (769.869 euros de los 1,7 millones en 2019) muy vinculados a los resultados deportivos y la consecución de medallas. Muchos karatekas se preguntan por qué la federación no ofrece actividades alternativas en el que primen los aspectos más naturales del karate, quedando éstas reducidas a pequeños clubes que se han convertido en auténticas islas de educación. “En mi dojo no entreno a nadie para que sea la mejor del mundo, sino para que sean mejores personas. Les ayudo a canalizar lo malo y enfrentarse con una actitud más tranquila a la realidad”, afirma Herráiz, que dice que “los entrenadores de ahora cambian las clases dependiendo del calendario de competición”.
No reniegan de los Juegos, pero los defensores del karate tradicional temen que en los próximos años se corrompa más su técnica y espíritu
La generación venidera, por lo tanto, también preocupa. El riesgo de que los jóvenes pierdan el interés lúdico por una meta mayor alcanza una nueva dimensión con la entrada del karate como deporte olímpico. Por un lado, el acceso a las becas ADO le supone al deportista la obligación de obtener resultados a cambio, circunstancia que puede provocar dejadez formativa en conceptos importantes y por el otro, la tecnificación: que solo los más dotados puedan llegar a lo más alto es una futura fuente de apatía entre los chavales. “La competición es una etapa, después hay que explicarles que esto sigue y el karate es extenso”, aconseja Herráiz, que no ve a los futuros karatekas siguiendo en activo una vez salgan del foco. “Dependerá de maestro”, indica Yamashita. Que los más veteranos sean capaces de aplicar el karate bien entendido es lo único que mantiene viva la esperanza de un camino para toda la vida. “Filosofía aburrida, pero necesaria”, alega el japonés. Precisamente, una célebre frase del maestro Joki Uema: “Por cada 1.000 días de práctica, 10.000 de disciplina”, ocupa un lugar destacado en algunos ‘refugios’.
Los males endémicos del karate actual también infligen castigo a los símbolos, con rituales de entrada y salida que a menudo se convierten en gestos vacíos, y a su visión social. No solo la competición, sino el auge de películas y videojuegos han transformado su percepción, nuevamente comprometida. “Los karatekas todavía tenemos que explicar que somos gente pacífica. La broma de ‘contigo tengo que llevar cuidado’ me la hacen a menudo y cansa”, dice Herráiz. Las federaciones también luchan contra ese estigma, común en otras artes marciales. Es ahí donde el sentido místico del karate adquiere una especial importancia, pues sin su desarrollo se convierte en violencia.
Parece difícil, pero quién sabe si bajo el paraguas olímpico el karate vuelve a recuperar parte de una tradición que perdió por el camino y que lucha por no extinguirse en la vorágine de unos tiempos modernos.
Fuente: el confidencial
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