Tras un súbito balance luego de arribar al último mes del año, es decir, tras los resultados de esa suerte de ajuste de cuentas conmigo mismo y con Cuba, o con lo que para mí es Cuba, recordé un texto que escribí a solicitud de los organizadores del Premio Dador.
Eran días amables los que viví. Transcurría el 2013. Tal afirmación no implica que estos no lo sean. Pasa que solo un tonto cree ser feliz todo el tiempo. La felicidad 24 por 24 a lo largo y convulso de los 12 meses no es posible ni en un cuento de hadas.
Choque de ideologías, diálogos de sordos, embutidos y cáncer, polución, grupos humanos dejando atrás su país de origen en cantidades solo comparables a bandadas de aves o manchas de peces -con la ilusión y la vida a cuestas arriesgándolo todo… Ante ese panorama, a veces nuestro egoísmo nos obliga a volvernos hacia los amigos, el hogar, la pareja, el trabajo -si al menos nuestro trabajo es sinónimo de refugio o espacio donde (hipotéticamente) se pueden concebir alternativas para dinamitar o aliviar los días; alternativas en el orden personal, o a escala nacional si el delirio es mayor.
El texto de marras comenzaba rememorando una entrevista al escritor Rafael de Águila. En aquella conversación quise saber de qué hablábamos cuando hablábamos de literatura cubana. Casi al final dijo: “Klopstock, un escritor alemán del siglo XVIII, soñó con una hermandad de escritores, algo así como un falansterio, ojalá ese falansterio lo fundemos los cubanos, un sueño, como sabes, una mera utopía, pero el mundo no es deseable sin ellas”.
Rafael es mi amigo. Y sin dudas también un furibundo soñador. Que no iluso. Que no un tonto. Rafael se refería a Friedrich Gottlieb Klopstock mientras yo trataba de imaginar si era posible esa comunidad de afectos e intereses en nuestro país. En la noche intenté repetir el ejercicio. Lo enmarqué en los predios de la literatura, es decir, en el escenario donde interactúan quienes hacen literatura. Entre las paredes de mi cabeza estallaron nombres y comentarios que he escuchado sobre esos nombres.
Una reacción en cadena. Como atravesar un campo minado. El enemigo rumor. Y me encojo de hombros ante tal panorama. ¿Acaso no es posible la armonía? Sonrío. Porque literatura no es amistad, no es falansterio. O no lo es en la mayoría de los casos.
Tengo la suerte de haber conocido a Rafael. Digamos que el verdadero encuentro tuvo lugar en Bolivia, al parecer hay una fuerte conexión entre Bolivia y las utopías -cruzo los dedos por él y por mí.
A pesar del panorama, me resisto a creer en la total imposibilidad de la empresa. Como si fuera un soñador. Que no un tonto. Es arduo. A veces la diplomacia no alcanza y la palabra de orden no solo es desconfiar.
Por cierto, un premio o una beca no suscita la alegría que muchos reflejan en el rostro al felicitarte. Tampoco la publicación de un libro.
Es la literatura el placer de la zozobra. Placer y zozobra tanto para el lector como para el escritor. El deseo es el combustible que los mueve y no dudarían en consumir toda o casi toda la reserva en el camino, o en el viaje; a fin de cuentas, leer o escribir un libro es aventurarse en terrenos insospechados. Al menos así debería ocurrir. Y cuando te enrolas en una travesía terminas transformado. Al menos así debería suceder, de lo contrario no tiene sentido siquiera dar el primer paso.
Dijo Cortázar: “Tenemos que pensar, lo que se llama pensar, es decir, sentir, situarse y confrontarse antes de permitir el paso de la más pequeña oración principal o subordinada”.
Leo la prensa. Noticias nacionales e internacionales. Al terminar, me repito, como un mantra, que es vital proponerse un ejercicio de pensamiento, y sentir, situarse, confrontarse.
Pensar es crear. Crear es resistir.
Sergio Pitol me dijo: “Un tratamiento de choque puede lograr resultados inmejorables. Estimula fibras que languidecían, rescata energías que estaban a punto de perderse. A veces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aún con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura; al menos así me lo parece”.
Cómo olvidar esas palabras. Leer su libro El viaje fue como salir con Pitol al estrecho y largo balcón de la Torre de Letras para trenzarnos en una conversación.
No me ha ido tan mal con los sucesivos tratamientos de choque que me he recetado, tampoco con la severidad y el ditirambo. Porque mi intención es viajar hacia el interior del hombre común y hurgar allí para desvelar sus inquietudes o las mías, el dolor, el miedo, sus raptos de odio o los míos, definir o intentar definir eso que llaman amor y felicidad; viajar hacia el hombre y ver su entorno, que podría ser el tuyo, el mío, y ver las relaciones de poder en las que está inmerso para dilucidar si es subyugado o si ejerce tiranías en el entorno privado. Me interesa sobremanera qué nos hace semejantes o diferentes.
Desde mis carencias trato de verme en “el otro”, intento saber cómo me ve “el otro”. En ese loco afán de crear un pequeño falansterio me pregunto qué estoy dispuesto a hacer por “el otro” o por mí, incluso trato de encontrar una respuesta acerca de qué es el bien, desde cuál agenciamiento quiero el bien para “el otro”.
Desde mis carencias trato de pensar.
Tal parece que literatura no es amistad, no es falansterio. Es fuerte el enemigo rumor, tan fuerte como un potente bilongo, un devastador fukú.
Rapidez, movimientos precisos, capacidad de decisión: tal parece la reducción de las seis características que, según Italo Calvino, debía tener la literatura en este milenio.
Sentir, situarse, confrontarse. ¿Qué otra cosa queda? Pues utilizar a tu favor la fuerza del contrario. En la literatura, como el aikido, es importante pensar.
Porque pensar es crear. Crear es resistir.
Por Ahmel Echevarría
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