Cuando Diego Laso realiza el corte del atún en Momiji, siente y aplica lo mismo que aprendió en el dojo de Tokyo
El Bokken es la espada de madera con que los aprendices de Aikido interiorizan los movimientos básicos de la esgrima japonesa. Un arma utilizada en Japón durante el período Muromachi, que data del año 1300 antes de Cristo.
Podría parecer que el único arte marcial nipón que no se ha occidentalizado y rehúye la competición poco o nada tiene que ver con la cocina, pero en el país del sol naciente todo es cultura. Y, como tal, cualquier actividad puede estar conectada con otra. Sin que aparentemente ambas posean nada en común.
Por eso, cuando Diego Laso realiza el corte del atún en Momiji, siente y aplica lo mismo que aprendió en el dojo de Tokyo donde se inició en esta disciplina: el ritmo, la precisión… todo sigue una tradición milenaria.
Mucho se ha hablado de que el hoy chef admiró la cultura japonesa desde que tenía uso de razón. Primero con el manga. Luego con la literatura. Y más tarde con el cine y la filosofía. Hasta el punto de ser el único alumno de la escuela de arte dramático que analizaba el teatro oriental en sus trabajos académicos y que pedía libros polvorientos (por poco o nada usados) al centro de documentación que allí tenían.
Y sin embargo, pocos saben que lo que cambió su percepción del mundo fueron las artes marciales. Hasta el punto de marcharse por primera vez a la que llama su segunda patria en 2001, donde todavía cruzarse allí con un occidental era casi un milagro.
Aprendió el idioma. Se empapó de las tradiciones. Comprendió cómo había que pedir las cosas, en un país donde se respeta por encima de todo al superior y donde únicamente te enseñan por imitación y en plazos largos. Tan largos como una década.
Un lugar donde las ventanas están siempre abiertas, ya nieve o achicharre el sol. Y donde el agua de la ducha siempre está fría. Un sitio en el que tienes que pedir a un ‘sensei’ que quieres que te entrene. Y esperar, pacientemente su respuesta. Llegue en una semana o en seis meses.
Fue en medio de aquella inmersión donde le ofrecieron trabajar en un restaurante, algo que en su mente aborrecía por las horas que debía dedicarle. Su futuro, eso creía él, era ser maestro de Aikido en Europa. Pero fue al volver cuando las señales fueron inequívocas.
Le pidieron los que le conocían, sabedores de su experiencia, si podía cocinar en base a lo aprendido, pese a que nunca tocó una sala de pescado en Japón. Y, sabedor de que no era su mundo, se resistió inicialmente. Hasta que la repetición de peticiones acabó por desarmarlo.
Fue ahí donde, como le enseñaron, se demostró que estaba preparado porque apareció su maestro. Donde comenzó a formarse en algo en lo que nunca había pensado. Y el momento en el que aplicó todos sus conocimientos al que hoy es su mundo.
Hace poco, muchos de sus formadores fueron a la barra de Momiji. Probaron sus platos. Y le dieron la bendición. A él, le dijeron, ya le permitían ejercer su papel. Y, como premio, le otorgaban el privilegio de poder innovar. Un honor con el que apenas cuentan media decena de personas en Valencia.
David Blay Tapia
David Vallejo
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