La envidia profesional, dedicado a los "compañeros" de profesión con complejo de inferioridad, desde un punto de vista médico en la historia de la medicina
La envidia entre los seres humanos suele aumentar de modo directamente
proporcional a la similitud de sus circunstancias y, por tanto, se acentúa
entre los hermanos de profesión. Recordemos, por ejemplo, a aquellos envidiosos
astrónomos que no se dignaron siquiera a mirar por el telescopio de Galileo, o
a aquellos científicos que rehusaron asomarse al microscopio de Malpigio,
objetando que se trataba de un aparato para deformar la Naturaleza, obra de
Dios.
En Medicina, mencionemos el caso de aquellos médicos vieneses de finales del siglo dieciocho, que no sólo se negaron a examinar a los pacientes curados por Franz Anton Mesmer (en su mayoría afectados de neurosis de conversión), sino que afirmaron públicamente que tales curaciones se debían a que los pacientes por él tratados ¡nunca habían estado enfermos!. Mesmer recibió amenazas de muerte. El mismo decano de la Facultad de Medicina le aconsejó que, para aminorar la envidia que su fama producía, mantuviese secretas sus espectaculares curaciones. No le sirvieron a Mesmer de mucho las advertencias ni sus propias estrategias, y acabó teniéndose que ir de Austria.
Otro famoso médico que, unas décadas más tarde, también tendría que abandonar Austria acosado por la envidia profesional fue Ignaz Semmelweiss. Este gran obstetra, descubridor del origen de las fiebres puerperales, demostró concluyentemente que la adopción de medidas de asepsia por parte de los médicos que examinaban a las parturientas hacía que se redujera dramáticamente la mortalidad de éstas, que en las clínicas universitarias de la ilustrada Viena ascendía hasta un veinticinco por ciento a mediados del siglo diecinueve. Su jefe Johann Klein, envidioso de su éxito, vetó su ascenso a profesor adjunto y dificultó tanto su trabajo en la clínica que Semmelweiss se vio forzado a regresar a su Hungría natal. En la clínica obstétrica de Pest en que continuó trabajando, y siguiendo estrictamente sus normas de asepsia, logró que la mortalidad por las infecciones del puerperio disminuyera a menos de un uno por ciento. La situación de Semmelweiss había cambiado: se hallaba en su país y atendía a una clientela distinguida. Lo que no varió fue el trato de los colegas, porque los médicos compatriotas, envidiosos, ¡también se negaron a adoptar sus métodos!.
Cuando William Harvey comunicó en una conferencia sus revolucionarios experimentos, que más tarde publicaría en De motu cordis (1628), se previno de la siguiente manera: "Lo que ahora debo deciros a propósito de la circulación de la sangre es tan nuevo y tan inédito, que temo no sólo concitarme la envidia de muchos, sino que incluso tiemblo pensando que toda la Humanidad se revuelva contra mí”. El descubridor de la circulación sanguínea se sintió atemorizado ante la posibilidad de que el cambio de paradigma científico que estaba propugnando desencadenase contra él el odio envidioso. No hace falta salir de nuestras fronteras para hallar ejemplos históricos de envidia entre médicos.
Tomemos el caso del famoso anatomista Andreas Vesalio, quien fue requerido por Carlos I para ocupar el puesto de cirujano imperial. Los médicos españoles de la Corte, usualmente enemistados entre sí, se unieron en una protesta: no debía permitirse que el gran colega de Bruselas tratase al monarca. La envidia entre los hermanos de oficio se trueca en cohesión si se percibe que existe una amenaza seria a los intereses comunes. Por ejemplo, nada unió tanto a los médicos del Renacimiento como su desprecio a los cirujanos, a los barberos y a los boticarios. No es que desapareciera la rivalidad entre los médicos, realmente; lo que sucedió -y sucede- es que no puede manifestarse cuando interfiere vitalmente con la supervivencia del grupo.
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